He escrito en otra parte que el chavismo (la política redescubierta en la época de Chávez) significó para mí un ajuste de cuentas con la cultura política de izquierda, de la que me alimenté durante mis primeros años de militancia, allá por los tempranos noventa.
Trance por igual doloroso y gratificante, me dispuse, en realidad me vi obligado a desaprender maneras de hacer y de pensar que me impedían, una y otra vez, apreciar la exuberancia de la política protagonizada por el pueblo de carne y hueso que habita el país real. Liberado de tales amarras, deslastrado de tantos prejuicios, me dispuse a aprender de un sujeto colectivo que, con demasiada frecuencia, estaba un paso por delante de nosotros, quienes alguna vez formamos filas en algún partido político.
Veinticinco años después, leyendo “Lo que fue dictando el fuego” (Trinchera, 2015), primera novela de Juan Antonio Hernández, me he reencontrado con lo que, aprovechando las ventajas que otorgan la experiencia acumulada y la mirada retrospectiva, hoy reivindico como lo mejor de la tradición política de la izquierda revolucionaria. Lo más digno. Es como tener dieciocho años otra vez, pero sin la menor señal de nostalgia. Redescubrir en aquello que nos hizo luchar entonces, exactamente lo mismo que nos hace seguir luchando ahora. Para decirlo con palabras del mismo Juan Antonio: “Así comencé a descubrir ese fuego que pertenece a todos, esa potencia invencible, desnudamente comunista, que concatena, milagrosamente y sin cesar, peces, pájaros, mujeres, hombres y constelaciones”.
También he encontrado en “Lo que fue dictando el fuego” una de las definiciones más hermosas del 27F de 1989, acontecimiento fundante de nuestro tiempo histórico: “el encuentro milagroso entre lo que fue y lo que puede ser en un punto donde se produce la afirmación más radical de la igualdad”. Queda mucho trecho por recorrer para reducir a su mínima expresión la leyenda negra sobre el 27F de 1989, que por cierto suscribe en todas sus letras la casi totalidad de la izquierda venezolana. Leyenda negra que reduce el acontecimiento a un “estallido social”, hecho sombrío y vergonzoso de nuestra historia, protagonizado por una masa informe que se dedicó al pillaje. Juan Antonio hace un puntual pero muy significativo aporte, en la dirección de cuestionar los presupuestos de la interpretación dominante sobre el suceso.
De igual forma, coincido con Gonzalo Ramírez, autor de un prólogo memorable, cuando emplea esta misma palabra para referirse al final de “Lo que fue dictando el fuego”. Realmente memorable. Dirigiéndose a su entrañable amigo, Gonzalo Jaurena, caído en combate, escribe Juan Antonio: “Por eso quisiera pensar que, en ese último momento, cuando estabas rodeado por los infelices que te mataron, supiste que habías sido esperado en esta tierra. Esperado por incontables generaciones de insurgentes que imaginaron, una y mil veces, a otros que vendrían. Apuesto a que lo supiste. Y quizá, por eso, comprendiste, hermano, que la memoria profética de los rebeldes que vendrán es un refugio preferible a las falsas promesas de la resurrección o del Paraíso”.
Lo que logra Juan Antonio, entre otras cosas, es narrar la muerte del amigo sin caer en el patetismo de la derrota. No hay melancolía en sus palabras. No puede haberla. Es lo que hubiera querido Jaurena. Es lo que merece. No hay otra manera de rendirle justo homenaje. Como escribiera Daniel Bensaïd en sus “Resistencias”, y con el permiso de Juan Antonio: “Uno puede siempre ser vencido… pero importa no confesarse vencido, no reconocer la victoria al vencedor, no transformar la derrota en oráculo del destino o en capitulación deshonrosa, no dejar que una derrota física se convierta en debacle moral”.
Porque es cierto que siempre será preferible “la memoria profética de los rebeldes que vendrán”, pero, como advirtiera el indispensable John William Cooke en su “Informe a las bases”, “nuestros compromisos son con esta época, sin que podamos excusarnos transfiriéndolos a generaciones que actuarán en un impreciso futuro”. Juan Antonio no es indiferente a esta advertencia, y tal vez por eso repita insistentemente una palabra: “intemperie”. Tal vez sin pretenderlo, “Lo que fue dictando el fuego” enseña, en el mejor sentido de la palabra, que un militante revolucionario debe estar preparado para lidiar con la intemperie.
El secreto consiste en no dejar de cultivar ese fuego que nos hace resistir, ese “ardimiento”, como dijera Chávez en varias oportunidades. Escribía Bensaïd estas palabras que nos suenan hoy tan familiares: “So pena de aceptar la humillación sufrida, la herida en la dignidad debe traducirse en una acción. Se ha sido ofendido. Es necesario entonces ir más allá del grito, más lejos aún de la indignación, y transformar todo ello en revuelta activa. Es necesaria, sin duda, una forma de voluntad y una forma de valor, una toma de riesgo en la que, por definición, no se domina la salida”.
No hay, compañeros y compañeras, otra forma de evitar los callejones sin salida históricos.
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